Luigi Stornaiolo, pintor ecuatoriano nacido en 1956, perdió la movilidad del lado derecho de su cuerpo, lo que le obligó a aprender a pintar con su mano izquierda.
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Luigi Stornaiolo en su silla de ruedas en el 2011. ( )
Todos los días se levanta a las 5 de la mañana. Tiene sueño ligero y las madrugadas las pasa tomando píldoras para dormir, engulle una cada dos horas o cada hora y media. En su habitación, botellas de cola negra y un mini refrigerador están al alcance de su mano. También el control remoto de la televisión al pie de su cama y las tres botellitas de las medicinas que debe tomar diariamente. Su habitación es amplia, pero montones y montones de libros y bastidores pegados a todas las paredes la vuelven claustrofóbica. “Ya debería morirme,” anunció con su áspera y lenta voz el pintor quiteño Luigi Stornaiolo, de 66 años.
Más de 40 exposiciones, entre individuales y grupales, en países sudamericanos y europeos por igual. Partícipe en las bienales de Cuenca, en el 87 y 89, Perú en el 88, Brasil en el 94 y de Venecia en el 95, esta última considerada la más exclusiva del mundo. Más de 2 000 cuadros a su nombre, entre vendidos, regalados y extraviados.
Stornaiolo, por un momento, fue uno de los pintores más reconocidos, no sólo entre artistas ecuatorianos, sino latinoamericanos, como lo afirma Eduardo Villacís, artista visual de la Universidad San Francisco de Quito y viejo conocido de Luigi.
Ahora, a 10 años de su última exposición formal, sólo sostiene un pincel cuando su enfermera, Dennise, le pasa una pequeña tela para que haga manchas de color con los cabellos de sus brochas. Su débil mano izquierda, que posee residuos de su famosa precisión y técnica, trata, trata de nuevo y sólo logra hacer pequeños trazos para mantener alguna actividad y recordar la sensación del pincel en su mano.
Desde el 2012 dejó de pintar, fue el año en que los Mayas predijeron el fin del mundo, para Stornaiolo la profecía fue cierta, el mundo que conocía terminó. Ese fue el año en que la progresiva parálisis de su lado derecho terminó definitivamente con la poca movilidad que le quedaba.
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Una parálisis de dudosa procedencia
Todo fue culpa de un uñero, comenta con resentimiento. El “pseudo-doctor” Enrique, como le llama Stornaiolo, intentó un nuevo método de tratamiento para acabar con la dolencia. Según el pintor, esto destruyó las terminales nerviosas de todo su lado derecho, ya hace 33 años. Esta es la verdad de Stornaiolo. Un segundo diagnóstico, en cambio, afirma que tiene esclerosis múltiple lateral, pero él no lo cree. Le aseguraron que después de dos años estaría totalmente paralizado, pero en 10 perdió la pierna y en otros 10 perdió el brazo. Para él, el doctor del uñero es el culpable.
El pintor aún recuerda el momento en que la movilidad en su brazo comenzó a afectarle: fue en el 2002, en la cárcel 4 de Quito donde permaneció 4 meses por intentar llevar hierva hasta Guayaquil a través del aeropuerto. Para pasar el tiempo pintó y regaló retratos a los 20 policías que trabajaban en el presidio y a los 4 diputados que fueron sus compañeros. Según Stornaiolo, esas eran las mismas celdas que ocupó años atrás Fabián Alarcón, expresidente del Ecuador. Su famoso estilo quirúrgico, lleno de “precisión y técnica maestra,” como lo describe Villacís, se desvanecía en su mano derecha, mientras la parálisis aumentaba.
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Un estilo único
En sus cuadros se burló mucho de la clase media y la burguesía, los retrataba desnudos, humillados, con los rasgos desproporcionados como bizarras caricaturas. Esto se ve en sus lienzos Espectáculo Energumenesco y Jubilados, entre muchos otros. Toda persona que tenga comodidad social era objeto de vergüenza. Ese desdén se transmite a sus gustos, por eso es hincha del Deportivo el Nacional, porque los de “la Liga son fachos”.
Ahora, esas burlas parecen acecharlo, “el que escupe al cielo, le regresa a su cara,” comenta con la vista baja. Para el 2008, sin movimiento en su brazo derecho, tuvo que aprender a pintar con la mano izquierda. Un último escupitajo del universo.
En la cúspide de su popularidad, a finales de los 90s, cuando adquirió notoriedad internacional por la bienal de Viena en el 95, pintaba un bastidor de 200 centímetros x 150 cm. en un sólo día. Si no se animaba a uno de ese tamaño, completaba tres “pequeños,” como él los llama, de 80 cm. x 50 cm. Cuando comenzó con su mano izquierda, tardaba semanas enteras en acabar un bastidor pequeño. Su pintura perdió ese carácter humorístico en contra de la burguesía, se volvieron perfiles, retratos y formas con colores caóticos, sin orden ni lógica. Su última exposición fue en el 2013, toda con cuadros hechos con su mano izquierda.
Una imagen difuminada
El Luigi de los 90s, el que vendía retratos a 15 000 dólares, ahora sólo es una imagen difuminada. El opulente Stornaiolo, el que poseía dos casas diseñadas por su propia mano y dos autos, se ve borroso. En el 2011 ganó el premio Nacional Eugenio Espejo, el mayor galardón nacional para personas o entidades de relevancia cultural. Desde ese año, el sueldo vitalicio del logro es lo que usa para vivir. Ahora que ya no se puede mover, sólo sale cuando su enfermera lo lleva en su silla de ruedas por el vecindario de La Floresta.
Aunque el Eugenio Espejo no es nada menos que un excepcional logro, él asegura que “no lo merecía”. Si se considera la relevancia pictórica de Stornaiolo, esto es un comentario contraproducente. Pero ese vestigio de humildad no es producto ni de la edad ni de su enfermedad. Aunque en sus viejas entrevistas él se muestra orgulloso por sus logros, algo que se ha mantenido constante de su personalidad es que “nunca presumió ni presume de sus talentos”, nos expone Hugo Idrovo, músico y viejo amigo de Luigi. Pero, lo que sí es cierto, es que ahora tiene un tinte de arrepentimiento, uno que proviene del entendimiento de alguien que nunca llegó a su máximo potencial. “Hice algunos buenos cuadros”, dijo el pintor galardonado, “uno que otro sí es bueno”.
A los 66 años, Luigi comenta con tristeza que “ahora sería cuando mejor pinte”. Es notoria la melancolía con la que sus ojos se llenan cuando habla de su pintura. Su voz se vuelve un hilo y parece mirar a otro lugar que no está frente suyo.
Evita el tema de su pintura, pero su rostro se ilumina y sus mejillas cobran color cuando aborda otros temas, otras pasiones. Como cuando cuenta la historia de que tapó cuatro pénales en un intercolegial en el Colegio Mejía cuando era adolescente, o cuando expresa su amor por el cine mexicano de oro: Armando Silvestre, Lilia Prado o Martha Valdés; habla de ellos como si fueran viejos amigos. Aún después de todo, Luigi, en una especie de resignación igual de honesta que forzosa, mezclada con recuerdos y experiencias, anuncia con una sonrisa: “qué tristeza haber vivido, pero qué felicidad también”.
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