Muy pocas veces en los últimos 30 años se ha desatado en Colombia una crisis política como la que hoy rodea al presidente Gustavo Petro. Quizás sea más tóxica y destructiva que la del famoso proceso 8000 que estuvo a punto de sacar de la Casa de Nariño a Ernesto Samper, entre 1995 y 1996, por el financiamiento del cartel de Cali a su campaña.
Basta con revisar los portales informativos del vecino país, seguir sus noticieros o todo lo que se circula en redes sociales para entender el grado de descomposición que la majestad del mandatario soporta por cuenta de varios episodios graves y personalmente sensibles.
1.- Las acusaciones que saltaron al inicio de su gestión, donde su hijo confesó el ingreso de dineros del narcotráfico a su campaña.
2.- El desgobierno que se manifiesta en múltiples indicadores, donde se reclama la falta de liderazgo y de trabajo de Petro frente a un equipo ministerial lleno de intrigas y sin una brújula.
3.- El choque permanente del Presidente con los demás poderes del Estado, sus opositores, los gremios productivos, la prensa y hasta con figuras como Donald Trump. Es como si se hubiera propuesto desatar el caos para reinar sobre él y disimular así su fracaso absoluto. El último episodio, su obsesión por impulsar una consulta popular sobre temas laborales, tiene a ese país en tal punto de crispación, que todos se acusan de querer dar un golpe de Estado.
4.- La salud de Gustavo Petro que, según testimonios de la prensa, funcionarios y de excolaboradores como su excanciller Álvaro Leyva, es presa de una incontrolable adicción a las drogas y al alcohol. Esta patología, se lee en varios relatos, ha llevado al presidente a mostrar una conducta impropia de su investidura. Su humanidad se ha degradado.
Pese a todo este penoso momento, la fuerza de las instituciones colombianas, a las que Petro tanto repudia, es su principal coraza, por lo que no es descabellado pensar que su gobierno, pese a todo, culminará en 2026, como ha ocurrido siempre, desde 1958 y pese a episodios tan graves como el de Samper.
Su suerte sería otra si, por ejemplo, gobernara un país tan frágil, volátil y con mayor capacidad de movilización social como Ecuador. En ese caso, a duras penas, hubiera estado menos de dos años en el poder.
El escándalo alrededor de su hijo y las contribuciones ilícitas estalló más o menos al mismo tiempo que el juicio político contra Guillermo Lasso. Ante un escenario muy probable de destitución, el entonces presidente optó por la muerte cruzada con el fin de cerrar la Asamblea y adelantar elecciones. Para mal o para bien, la política se recalibró desde entonces. Nada de eso pasó en Bogotá.
La pugna de poderes desatada en Colombia, con un combustible de alto octanaje que sale del propio discurso de Petro, en Ecuador hubiera desembocado en una protesta nacional similar a las que atormentaron a Abdalá Bucaram y Lucio Gutiérrez, siendo destituidos por el Congreso.
El movimiento indígena estuviera en las calles y las cámaras de la producción exigiendo a Petro su renuncia.
Cómo no apuntar la figura de la incapacidad física o mental como requisito para que el poder legislativo lo cese en funciones. A todas luces se ve que por menos, por muchísimo menos, el Congreso ecuatoriano sacó del poder a Bucaram en 1997, tildándole de loco, bajo un argumento que, para el expresidente Rodrigo Borja, tenía un asidero político más sólido y legítimo que un simple certificado médico que confirmara su dolencia.
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En todas estas comparaciones –anecdóticas, por cierto–, el peso de los militares fue decisivo para que un mandatario se caiga del poder como le pasó a Jamil Mahuad en el 2000 o siga en él, como ocurrió con Rafael Correa en 2010, Lenín Moreno en 2019 o con el propio Lasso tras el paro de 2022.
Es apresurado decir en qué terminará la tragicomedia que ha hundido la reputación de Gustavo Petro. Lo más seguro es que su gobierno fallido agonice el resto del año que le falta. Pero hay un escenario peligroso, y de eso hablan políticos y analistas. Es decir, que su estado de destrucción le aliente a romper la democracia, algo impensable en Colombia, para quedarse en el poder o salir de él como alguna vez lo tuiteó: como un Salvador Allende.
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