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Juan Carlos en su restaurante, en Pamplona.
Por estudios viví varios meses en Madrid, en 2004. Eran los primeros años de la gran inmigración ecuatoriana, producto de la crisis financiera de finales del siglo XX.
La vida de nuestros compatriotas, en aquella época, era sinónimo de melancolía. Una población extranjera que llegó a ser la más populosa de España se enfrentaba al reto de la convivencia, el drástico choque cultural, pese a que hay un idioma, una religión y ciertas tradiciones en común, y a la lucha por tener papeles de trabajo y de residencia en regla.
No era lo mismo ser argentino o mexicano en España, que ser ecuatoriano, peruano o colombiano.
Los compatriotas que vivían en Madrid extrañaban su tierra, a sus padres e hijos pequeños que dejaron tan lejos, para proveerles de todo lo que el país, sus crisis y sus políticos les arrebataron.
A ratos, la comunidad ecuatoriana era sinónimo de tragedia. Recuerdo el accidente en Murcia de 2001, cuando un tren arrolló a una furgoneta con 12 agricultores que trabajaban de manera irregular. O los atentados terroristas de 2004 donde seis ecuatorianos estallaron junto con los trenes...
Nuestra migración, entonces, era vista como una lacra, producto de un país inviable...
Hace pocos días estuve en España de vacaciones con mi esposa y el panorama que encontramos fue tan diferente. Yo diría que muy alentador.
La primera sorpresa ocurrió en el área migratoria de la Terminal 1 del Aeropuerto de Barajas, cuando una oficial decía con voz potente que en el lado derecho de esa área debían ubicarse los ciudadanos españoles y de la Unión Europea.
De inmediato, medio avión de pasajeros, que salió desde Quito, se movió hacia aquella fila. Sacaron de los bolsos sus pasaportes y, a pesar de que eran tan ecuatorianos como yo, hablaban con un acento madrileño perfecto.
Caí en cuenta de que han pasado 20 años y que una nueva generación compone hoy esta población que cada día es menos ecuatoriana y más española.
Jack trabaja en una conocida librería en la calle Fuencarral, cerca de la glorieta de Bilbao en Madrid. Los rasgos de su rostro lo delataban como ecuatoriano. Tiene 23 años, pero habla como español y te fija la mirada como uno de ellos.
Amable, porque eso viene de su familia y de nuestras raíces; y muy educado, porque estudió en las escuelas y colegios del primer mundo. Comentaba que para él, Ecuador es la casa de sus abuelos y Madrid, su ciudad, el lugar donde creció y se siente tan feliz.
Su historia olía a triunfo, como la de Juan Carlos, un hombre de 42 años que a fuerza de trabajar día a día, ha logrado tener tres restaurantes en Pamplona. Maneja un Tesla, se compró un piso y ahora una casa con piscina y dos perros hermosos, adonde se mudará en pocas semanas con su esposa brasileña y sus hijas a las que puede pagarles un colegio de educación británica.
Juan Carlos no fue un chico de privilegios. Llegó hace dos décadas en busca de futuro. Estuvo pocos años con su familia paterna radicada en Navarra y apenas pudo volar con sus propias alas empezó una etapa de sacrificio, trabajo y progreso que hoy lo ponen en un sitio envidiable.
También supe que Elisa, una mujer que lleva casi 30 años en Madrid, heredó el piso de la anciana a la que cuidó con esmero, al punto de convertirse en su única familia.
Seguro, sus años iniciales fueron muy duros en su condición de migrante. Pero ella, al igual que Juan Carlos o los padres de Jack, demostraron la entereza de la que están hechos los latinoamericanos.
¿Qué ocurrió en estos 20 años? Lo que sucede siempre con la humanidad. La búsqueda del bienestar es inherente a nuestra condición. Y si la libertad y las bondades de un país con democracia, instituciones y dinamismo privado te dan la oportunidad de crecer, es posible superar cualquier barrera o estigma que tanto han marcado la idiosincrasia de los ecuatorianos.
Para ellos, Ecuador se convirtió en un recuerdo bonito, una añoranza. Su presente se llama España, país que no piensan abandonar porque, a pesar de lo duro que se les hizo abrirse camino, hoy saben que el salario que ganan es mucho mayor al de un país de desempleados como Ecuador; donde su seguridad social y sus jubilaciones están garantizadas y, quizá lo más importante, donde no tienen miedo a que los asalten en una calle o que algún miserable vacune sus negocios.
Veinte años después, los ecuatorianos que se afincaron en España viven mejores días que aquellos que piden empleo en la patria que les vio nacer. ¡Qué bueno por ellos!
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