El newsletter de esta tarde no busca que la gente se vacune contra la fiebre amarilla y la tosferina para evitar que estos brotes terminen en una epidemia. El propósito es hablar de la otra vacuna: la extorsión y de cómo las personas han normalizado esta práctica en sus actividades cotidianas.
Los reportes del noticiero de la comunidad de ECUAVISA de este martes son desalentadores: un centenar personas haciendo cola fuera del centro comercial La Merced, en El Tejar, centro de Quito, en busca de mascarillas para que sus niños las lleven a las escuelas, mientras que varias personas acaparan la mercadería para venderlas con un sobreprecio de hasta el 400%.
El paquete de 10 o 12 mascarillas, que hasta hace 15 días costaba un dólar, hoy puede valer cuatro, cinco y hasta ocho dólares. Como dijo una vendedora, creyendo que la excusa la redimirá: “me estoy ganando un dinero”.
Quien hoy acapara este insumo médico en las calles poco le importará que la enfermedad se propague, porque su fin es especular.
Si la crisis sanitaria se desborda, seguramente, en los hospitales públicos o en las farmacias, las mascarillas escasearán y se pondrán carísimas.
No faltará quien, dentro de esos lugares, decida de forma ilícita jugar con los precios de estos artículos porque simplemente la enfermedad es para unos una tragedia y, para otros, una oportunidad de lucro.
Resulta incorrecto reducir el análisis de este problema al simple argumento de la ley de la oferta y la demanda, en una sociedad primitivamente capitalista como la ecuatoriana, plagada de informalidad y necesidades.
Es algo mucho más complejo de asimilar, porque mientras el país no encuentra los mecanismos para generar riqueza y bienestar en su gente, por fuera del subempleo y el rebusque de la vida, la vacuna siempre será una opción perversa para subsistir y con ello multiplicar la violencia en todas sus facetas y escalas.
Por eso, esta tragedia se ha salido de las manos. Ahora son los vendedores de mascarillas; mañana los tramitadores que, aprovechándose del pésimo y corrompido manejo de los servicios públicos, esquilman a los usuarios. Total, en los años de la pandemia se vio con absoluta impotencia cómo las mafias del IESS y los hospitales públicos se aprovecharon del dolor, la enfermedad y la muerte, para beneficiarse de los sobreprecios en mascarillas, medicamentos, pruebas Covid y hasta con las fundas de los cadáveres. Todo es cuestión de estar en el lugar y el momento oportuno.
¿Qué falta entonces para conseguirse un arma, aliarse a un GDO y aterrorizar a las panaderías, restaurantes o pequeños comercios de los barrios para que paguen su vacuna so pena de asesinarlos y destruir a sus negocios?
Los padres de familia de El Tejar piden a las autoridades controlar el precio de las mascarillas, como si el Estado (Gobierno o Municipio) pudieran darse el lujo de poner un policía (¿honesto?) en cada esquina para controlar.
Este es un problema social que nace por el mal ejemplo de autoridades pillas que se enriquecen en el poder. Es la consecuencia de un país donde no surgen opciones laborables dignas para el 70 por ciento de la población, así como de un sistema educativo que se ha olvidado de inculcar valores y una sana convivencia como ciudadanos.
Mientras nada de eso se corrija, este país seguirá expuesto a una permanente extorsión o vacuna: una vecess como víctimas y otras como victimarios. ¿Acaso, no se han dado cuenta de que ello ocurre todo el tiempo?
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