18 jul 2014 , 12:46

"Levantate, volaron la AMIA", recuerdo personal del mayor atentado sufrido en Argentina

El edificio de la AMIA, organización comunitaria judía de Argentina.

Natalio Cosoy

BBC Mundo

Mi madre entró con lágrimas en los ojos a mi habitación, sacudiendo lentamente la cabeza. Mi madre no era, no es, de llorar. O sea que algo andaba muy mal.

Era 18 de julio de 1994, al comienzo de las vacaciones de invierno en Argentina. Como cualquier chico de 17 años, sin clases, quería aprovechar para dormir hasta tarde.

Muy quieta, como sin querer perturbar el aire que, para ella, se había vuelto gélido, me dijo: "Natalio, levantate, volaron la AMIA".

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La AMIA, el edificio de la AMIA, la principal organización comunitaria judía de Argentina, el país de América Latina con la mayor población judía, séptima en el mundo.

Dos años antes, en 1992, una bomba había estallado en la embajada de Israel en Buenos Aires y nadie creía que algo así podía volver a ocurrir.

Ochenta y cinco personas murieron en el ataque a la AMIA, 300 resultaron heridas. El edificio quedó totalmente destruido, parecía una escombrera encajada entre los edificios de la cuadra que quedaron en pie.

Tras el atentado se inició una primera investigación judicial, llevada a cabo por el juez Juan José Galeano. Ese caso fue anulado por irregularidades y la causa reabierta en 2009.

Desde entonces, la fiscalía responsabilizó a exfuncionarios iraníes por la autoría intelectual del crimen, que atribuyen al grupo islámico Hezbolá.

Ninguno ha sido interrogado aún por la Justicia argentina, a pesar de tener pedido de captura de Interpol.

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En el living, la radio estaba encendida. Decían que había voluntarios ayudando a remover escombros, buscando sobrevivientes. Le dije a mi madre que me iba para allá.

Los siguientes dos o tres días fui cada mañana a lo que era la AMIA, en la calle Pasteur, en el centro de la ciudad. El lugar estaba acordonado, lleno de ambulancias y de bomberos, móviles de televisión, cintas de policía que nadie respetaba, polvo. Caras de horror, incredulidad o shock.

Yo era uno más de cientos de voluntarios que prestaron sus manos a bomberos, policías y servicios de emergencias.

También había algunos amigos míos. Diego era uno. Y juntos vimos una escena que nunca voy a olvidar.

Una de las personas que coordinaba a los voluntarios se acercó y nos preguntó si sentíamos que podíamos ir a ayudar a inspeccionar una enorme sala, una especie de gran sótano (o eso me pareció entonces, aunque tal vez se hundió tras la explosión). La estructura era inestable y aún no se había entrado a revisarla. Asentimos.

Nos condujeron a este enorme espacio: oscuro, frío, lleno de polvo y escombros. Entre los pedazos de mampostería, ladrillos, madera y cemento, emergía una mano; no un cadáver, solo una mano, como si un ahogado estuviera haciendo un último pedido de ayuda. Creo que era de mujer, pero pude solo haberlo imaginado.

Cuando me di vuelta, Diego estaba petrificado y horrorizado. Nos abrazamos un rato. No estábamos preparados para eso y nos fuimos de allí, los rescatistas profesionales continuaron con la tarea.

Nosotros volvimos a las cadenas humanas que se pasaban escombros para quitarlos del lugar, en el marco marrón de los pocos tramos de paredes o marcos de puertas que quedaron en pie y una extraña solemnidad, marrón también de polvo, en las caras.

Terminé de pie junto a un bombero, uno grandote. Él, casi sin esfuerzo, me pasó un enorme pedazo de hormigón, con sus gruesos alambres, y con esa sensación adolescente de poder con todo lo llevé unos metros hasta la siguiente persona de la cadena. Era demasiado pesado para mí, y sentí un dolor en el hombro al moverlo, una lesión que me duró meses.

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El hombro ya había sanado un año más tarde, cuando se llevó a cabo la primera marcha en pedido de justicia que recuerdo. Fue inmensa, emotiva. Los familiares de las víctimas dieron sus discursos, líderes comunitarios pidieron que se investigue, las autoridades prometieron que la verdad saldría a la luz y que se castigaría a los culpables.

Volví a ir al año siguiente y al siguiente, pero en algún punto dejé de ir. Es como si el resto de la vida le hubiera ganado al pesar (también es cierto que tuve la suerte de no perder a ningún ser querido en el atentado). Lentamente, el ataque a la AMIA empezó a ocupar un lugar en esa amalgama de recuerdos que ocupan esa especie de telón de fondo de la memoria, junto a otros eventos tristes o trágicos; recuerdos que pierden protagonismo. Imagino que le pasa a todo el mundo.

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Todos los años se repiten en Buenos Aires marchas en pedido de justicia.

Pero los recuerdos volvieron a cobrar forma definida, volvieron al frente, cuando en 2013 entrevisté al canciller de Argentina, Héctor Timerman, acerca de un nuevo giro en los intentos por tratar de resolver el caso, en los que el gobierno argentino firmó un memorándum de entendimiento con su par de Irán para intentar acceder a un grupo de iraníes sospechados de haber estado detrás del ataque (la iniciativa fue criticada por varios sectores dentro de Argentina, incluidas partes de la comunidad judía).

Tras publicar la entrevista en BBC Mundo fui, costumbre londinense, al pub con mis colegas. Luego a casa. Al acostarme ya no pensaba en la AMIA.

Pero a la mañana, al levantarme, el hombro me dolía profusamente. No me había golpeado, no había estado practicando deportes, pero allí estaba el agudo dolor, en el mismo hombro que en 1994.

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El de ese año fue el peor atentado de su tipo que jamás tuvo lugar en suelo argentino.

Desde entonces un nuevo edificio de la AMIA, que parece una fortaleza, fue levantado a la vuelta de donde estaba el viejo. Todos los edificios de la comunidad judía y las escuelas judías en Argentina ahora están rodeados de pilares de hormigón y otras medidas de protección.

Mi amigo Diego vive ahora en Dinamarca y no volvimos a hablar de lo que ocurrió en 1994.

El dolor en el hombro esta vez duró solo dos semanas. El recuerdo todavía está.

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