El mundo de ayer cada vez parece más remoto —un continente exótico, casi otro siglo—, pero el nuevo nunca acaba de llegar y todavía nadie lo vislumbra.
Cuando el 11 de enero pasado saltó la noticia del primer muerto como consecuencia de un misterioso virus detectado unas semanas antes en la ciudad china de Wuhan, ni el más lúcido de los visionarios habría podido adivinar lo que se avecinaba. Nadie imaginó que, detrás de aquel hombre de 61 años, se acumularían 999.999 cadáveres más por la covid-19 y que lo excepcional —la vida con mascarilla y sin besos, el teletrabajo, la hipótesis de encerrarse de nuevo en casa, el miedo a un mal que a finales de 2019 ni tenía nombre— se convierte en rutina.
Nueve meses después, según el recuento que realiza la universidad estadounidense Johns Hopkins, el mundo está a punto de cruzar el umbral del millón de muertos mucho mejor armado que entonces para atenuar el impacto letal de la enfermedad y con avances para la obtención de la vacuna. Sin embargo, el número de infectados desde que estalló la pandemia supera los 32 millones. Y países que creían haber controlado más o menos la epidemia y reducido a un mínimo las muertes afrontan el temor a una segunda ola que sature de nuevo los hospitales y aboque a otro confinamiento de la población después del invierno pasado.
El riesgo son las tensiones geopolíticas proteccionistas. Es lo que pasó en 1929
“No estamos a punto de derrotar al virus. Deberemos convivir con él y gradualmente se desvanecerá por medio de las vacunas y la inmunidad de grupo. No habrá un corte en seco que lo solucione todo”, dice desde Massachusetts el ensayista Robert D. Kaplan, autor de La venganza de la geografía (RBA, 2013) y especialista en geopolítica. “No habrá un desfile de la victoria”.
Un millón es un número arbitrario que, aislado, significa bien poco —"un muerto es una tragedia, un millón, una estadística", dice la frase apócrifa atribuida al tirano soviético Josef Stalin—, pero es un número que permite evaluar cómo la humanidad ha llegado a este punto, qué ha cambiado en estos meses no solo en el frente sanitario, sino en la política internacional y en la economía.
“Comparo esta pandemia con el Bolero de Maurice Ravel. La música es repetitiva. Los instrumentos van entrando poco a poco en la partitura”, dice el epidemiólogo Antoine Flahault, director del Instituto de Salud Global de la Universidad de Ginebra, en Suiza. Así ocurrió con la pandemia del SARS-CoV-2, el virus que causa la enfermedad covid-19. Primero fue China. Después Corea e Irán. A continuación, Italia y España. Y América del Norte y del Sur, e India. Y así, hasta cubrir casi todo el planeta, como el crescendo de la pieza del compositor francés.
Casi la mitad de las muertes han ocurrido en América, según datos de la OMS. Una cuarta parte, en Europa. Asia, donde saltaron los primeros casos, registra un 10% de muertes. Y África, con una población joven, un 2,5%. El día con más muertes en el mundo fue el 17 de abril, con 12.421; el 7 de septiembre, con 8.666, ha sido el cuarto peor.
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EL RASTRO DE OTRAS PANDEMIAS
Un millón, ¿qué significa? ¿Es mucho, poco? La malaria provocó en 2018 405.000 muertes. El VIH 690.000 muertes en 2019, de los más de 32 millones desde los años ochenta. La gripe común mata entre 290.000 y 650.000 personas cada año. Las gripes de 1957 y la de Hong Kong en 1969 causaron un millón de muertes cada una, según los datos del Centro de Control de Enfermedades de EE UU, pero apenas han dejado rastro en la memoria colectiva.
La comparación habitual es con la gripe de 1918-1920. “El balance estimado global es aproximadamente de 50 millones de muertes. Es la cifra más citada. En realidad, no conocemos el total de víctimas mortales”, dice J. Alexander Navarro, del Centro de Historia de la Medicina de la Universidad de Michigan. “Aquella pandemia fue y sigue siendo la más mortífera de la historia”.
“Espero que lo de ahora, ni de cerca sea tan malo como en 1918, pero no habría que celebrar que solo hayan muerto un millón”, dice desde Montana David Quammen, autor de Contagio (Debate, 2020). “Es un acontecimiento horrible que no podría haberse previsto del todo. Pero se habría podido controlar mejor si hubiésemos usado nuestro conocimiento científico y nuestras capacidades de salud pública, con un liderazgo sabio y con la voluntad para prepararnos. No lo hicimos”.
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