10 sep 2018 , 08:59

El fervoroso ritual de un hincha para el Clásico del Astillero

No hay límites para la pasión por el equipo amado y por el que se es capaz de todo.

Toc, toc. 2 dedos de la mano izquierda de Lino Morán dan 2 suaves golpes a la lápida de su abuelita, sepultada en el cementerio general de Guayaquil. Como despertándola, como extrañándola, como rogándole. 

Antes, ha flanqueado ese espacio con 2 ramos de rosas rojas para colorear ese cuadrado blanco con letras negras que menciona textos del Apocalipsis y Salmos. 

Ahora, su mano izquierda se amplía como un abanico y palpa con una delicadeza cariñosa y rápida la tumba de Blanca Córdova, mientras inclina un poco la cabeza, cierra sus ojos y reza para sus adentros una brevísima oración

Toc, toc. De nuevo. La zurda ha cumplido su papel. Yergue la derecha y se persigna para finiquitar el rito: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. 

Lino, emelecista hasta los tuétanos, visita la tumba de su abuela para pedirle que “empuje un par de goles”. Lo hace siempre antes de esos partidos que lo hacen sudar hielo. Son las 17H07 del domingo 9 de septiembre de 2018 y a las 18H00 hay un Clásico del Astillero. “Vamos”. 


Foto. ecuavisa.com

 

17H11. El sol y el calor son una mancuerna de miedo en la ciudad. Lino avanza en el taxi por la calle Boyacá. “Ay, loco, ya estoy nervioso”, le dice al camarógrafo que lo acompañará hasta la entrada del Capwell. Suspira. “Tensión inmensa”.

Ha intentado templar los nervios todo el santo día. Se despertó, desayunó y fue a arreglar un problema del carro que lo dejó sin vehículo por varias semanas. Pasadas las 15H30 recibió en su casa del Barrio del Seguro, en el sur de la urbe, a un equipo periodístico al que le mostró con un orgullo rutilante su nido azul.

Las paredes del dormitorio están decoradas con posters que festejan los títulos de 2013, 2015 y 2017. Varias glorias del Ballet Azul con camisetas de otros tiempos. Rostros envueltos en el sudor de la victoria; las manos despegando la adherida camiseta de su pecho para mostrar la entrega a su color; una “¡Ah!” grabada en la cara de un portero como impronta inequívoca del júbilo eterno… 

“Ángel Mena, una explosión de talento. Gabriel Achilier, la garra millonaria. Miller Bolaños, goleador sin ley. Esteban Dreer, el candado azul”, se lee en los carteles. 

 


Fotos: ecuavisa.com

 

 


 

 

Todo comenzó cuando tenía 14 o 15 años. Un amigo del barrio lo llevó al estadio. “Nos reuníamos en la casa de él todos los partidos y salíamos caminando al estadio”. 

Lino hace memoria. “Mi primer Clásico fue en el estadio Modelo, no recuerdo si fue 2002 o 2003. Fue algo diferente desde la llegada. Recuerdo que entrando al parqueadero del estadio, caminando con todos los de la barra que salimos del parque de la Kennedy, comenzaron a volar las piedras; yo tenía una mochila y me la puse en la cabeza”.

A partir de allí hubo un cisma. “De lo que se sintió durante el partido para mí era algo nuevo y fue muy chévere. A pesar de, por ahí, algo de miedo fue lo que hoy en día digo un Clásico no me lo puedo perder”. Lino, un antes y un después.

-Si pudieras comparar la emoción de un Clásico con otra cosa, ¿con qué podría ser?

-“No los puedo comparar con nada. Antes y durante el partido es una tensión inmensa, el qué pasará. Definitivamente son partidos distintos a cualquiera de Copa o campeonato nacional”. 

-¿Qué has sido capaz de hacer por un Clásico que tú te pongas a pensar ahora y digas, por ejemplo, qué loco o en qué estaba pensando?

-“Tantas cosas que después dices por qué (risas). Te podría decir que en el 2004 terminaba un Clásico, con el grupo que siempre íbamos al estadio me dicen vamos por acá; yo, vamos. Se decía a quitar camisetas. 

Nos fuimos por la Portete. Yo tenía la costumbre de llevar un extintor para la salida del equipo y nos encontramos con un grupo de barcelonistas. Se armó el problema. Llegó la Policía y cada uno corrió por su lado. Yo corro por una calle donde había siquiera unos 8 del equipo contrario. Yo, manchado de azul por el extintor, ni porque me quité la camiseta igual estaba todo azul. Me ve uno de esos, me quería quitar la camiseta y el extintor. Lo que recuerdo es que con el extintor me defendí; por suerte, paso un taxi y me trepé al vuelo”, revive. 

Toda fe tiene rituales. Y la de un emelecista también. “Ponerte por ahí la dizque camiseta de la suerte; ya si perdiste con esa camiseta, buscar otra. Pero la principal que siempre hago es cada vez de un Clásico o alguna final, ir al cementerio a visitar a mi abuela; por ahí hablar con ella y decirle que empuje un par de goles”. 

Recuerda que en 2010 fue la primera final y fue a ponerle rosas azules y le dejó colgada una banderita. “Yo tengo un trapo que yo siempre lo colgaba cuando ella vivía y siempre se molestaba. ‘Bájamelo, bájamelo’. Entonces, el 2010 no se nos dio el resultado, el 2011 tampoco se nos dio el resultado y yo digo no le vuelvo a dejar nada del Emelec. De ahí en adelante, sí me ha escuchado”. 

Rememora su pasión futbolística mientras se ha enfundado la camiseta de 2018 y a su derecha un escritorio está erizado de recuerdos alusivos al Bombillo: muñecos con el uniforme del equipo eléctrico; una alcancía en forma de balón con el escudo de los azules; un portarretrato que muestra, con dulces sonrisas, a su hermana y sobrinos luciendo la camiseta del equipo de sus amores; 15 botellas de cerveza conmemorativas de Emelec, jarros…

Una revista de Emelec descansa sobre la mesa. “Un equipo destinado a ser campeón”, indica el título. Bajo este, 14 estrellas centellean. “CAMPEÓN” está en mayúsculas azules. Sobre la publicación reposa su entrada para el palco Pío Montúfar. Todo está dispuesto como si fuera una invitación al cielo.

Se acerca la hora de salir. El taxi que envía la compañía es un Chevrolet… azul. Sonrisas.

Antes, muestra la bandera colgada hacia la cabecera de su cama, la colcha que homenajea a su escuadra predilecta, un mullido puf con los colores que lo motivan día con día y su orgullo para sacar pecho: la colección de camisetas, chompas y busos del equipo del astillero. El número mágico es 125.

¿Cuál ha sido el Clásico que más has festejado? “La final del 2014, hasta donde recuerdo, una muy buena celebración (risas). En el estadio, fuera del estadio, Urdesa. Fue algo increíble”. 

¿Y si pierden? “Me amargo; no hay otra excusa”, sentencia rotundo mientras a su izquierda el televisor de la habitación reproduce la final de 2014, cuando Emelec ganó 3-0. Ser emelecista es como un “estilo de vida, domingo a domingo tienes que ir, si juega afuera, pues también”.

Faltan unos 15 minutos para que comience el cotejo del domingo, “ese partido que no es como ningún otro”. Lino llega a los exteriores del estadio y se alista para formar la columna que lo lleve a las entrañas del Capwell.


Foto: ecuavisa.com

 

El sol prácticamente ha fallecido y queda un frenético bullicio que circunda la zona del recinto deportivo. Le preguntamos cómo festejará si gana. “Tomarme una cerveza y celebrar”, alcanza a decir antes de despedirse.

Lino, el apasionado emelecista, había pedido más temprano ante la tumba de su abuelita que ayudara a “empujar un par de goles”. Emelec ganó  2-0 el Clásico del Astillero.

 

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